Todo llega a su fin. La existencia misma así nos lo confirma
incluso nos asustamos con la comprobación desoladora
de que tras muchos años de vida familiar y conyugal
no han hecho más que pastorear rencores no superados.
Cuando alcanzamos ese estado de madurez y sensatez apacibles
nos cuidamos de evocar tiempos pasados
porque las heridas que creíamos cicatrizadas
tan pronto se resentían y volvían a sangrar como si fueran del ayer.
Los amaneceres conyugales se apaciguan, tenemos malos sueños
y tomamos conciencia de que la muerte no es tan solo
una probabilidad permanente, como lo ha sido siempre
sino una realidad cada día más inmediata.
Tantas veces hemos sobrellevado las desgracias y contratiempos
con una sonrisa invencible aprendida más bien a la fuerza
para no darle gusto a la adversidad que nos acompañaba
y darnos cuenta que nuestros primeros olvidos
los consideramos como ilusiones efímeras de nuestra mente
que poco a poco, en un naufragio ineluctable
sentimos que vamos perdiendo el sentido de la justa interpretación
siendo conscientes de de ser los últimos protagonistas
de una vida ni tan siquiera propia en extinción.
Duele más la interrupción de nuestra vida
en el manantial de la historia de la que formamos parte
pero al menos poseemos la libertad de cada quien
para llorarlo como quisieramos
sin tener que rendirnos a la intransigencia del destino
aunque en ese tramo final ya uno está medio podrido de vida
y esa gentileza habitual y maneras lánguidas de ser
que cautivaban de inmediato a nuestros interlocutoras
también se tuvieron como virtudes, al menos sospechosas,
de estar convencido en la soledad del alma
de haber amado y querido tal vez´más que otros.
Muchos recuerdos hemos borrado de nuestra vida
y con algunos nos enfrentamos de nuevo por primera vez
a conciencia y depurados de todo sentimiento por el olvido
si bien antes fueron el origen de un cataclismo
que tanto tiempo después no había terminado.
Cuantas veces tuvimos un instinto de la vida
y una vocación de complicidad con todo aquello
ante lo que no advertimos ningún signo de interés o de repudio
pero en esa indiferencia había un resplandor distinto
que nos animaba a persistir en nuestras vivencias.
Cuantos han vendido amores de emergencia
comprados en situaciones repletas de indignidad
pero recordados de forma idealizada con la alquimia de la poesía,
a pesar de lo cual no lográbamos distinguirlos
de atardeceres desgarrados por la propia soledad,
compensados con amores de consolación pasajeros
a los que reprendíamos por la pasividad mostrada.
Cuantos han sufrido y han sido marcados sin remedio
por el estigma grabado a fuego de los extravíos juveniles
compartiendo la ansiedad reprimida de los demás
como si fueran propias, destinadas a mantener tal vez
las brasas vivas pero sin poner la mano al fuego
para ser incinerados por el propio devenir de las cosas.
La vida real del día a día nos obligaba a ocuparnos
cosas más terrenales que los dolores del corazón y el sentimiento
a sentir la propia vida de forma impersonal y deshumanizada
para dar cierta luz sobre el porvenir incierto pero presente
y ser consciente de que no hay ni fuerza ni razón en este mundo
que puedan torcernos de los propósitos firmemente establecidos.
Fuimos en el pasado fruto de la crítica de los demás
con una reputación no tan probada como difundida
("lo único peor que la mala salud es la mala fama")
pero no hay mayor gloria que vivir con la determinación ciega
de actuar acorde a nuestro propio código de existencia.
Regresamos en ocasiones de ese paseo diario de la imaginación
con la revelación urgente de que al día siguiente hemos de vivir
bien provistos pero mejor dispuestos de entereza de espíritu
por el puro deleite de probar los frutos insípidos del sentimiento ajeno
lo cual nos hacía sentirnos más felices y no encontramos mejor consuelo
para todas esas desdichas a las que sobrevivimos.
Descubrimos en nuestros gestos cotidianos la madurez prematura
de quien ve por primera vez la vida en su estado natural
haciendo un recorrido largo y minucioso, sin rumbo alguno
con demoras que no tienen otro motivo que el deleite sin prisa
de presenciar el espíritu de las cosas en su primitiva presencia.