martes, 4 de enero de 2011

La última travesía

Llega ese momento de la vida, tardío a veces, prematuro las demás
cuando todas las reservas pasionales están concentradas en la suerte
pero en ocasiones se es todavía demasiado joven de espíritu
como para saber que la memoria del corazón
elimina los malos recuerdos y magnifica los buenos
y que gracias a este artificio de la mente ´mas que del cuerpo
logramos sobrellevar el pasado, que nos hace víctimas fáciles
de las trampas caritativas y cautivadoras de la nostalgia.
No tardamos mucho tiempo ni gastamos muchas energías
en concebir una justificación fácil para el abandono
lo cual comprobamos con la compasion de los hijos
quien tuvo la suerte de tenerlos, a veces falta de gratitud
en los cuales revelamos cuanto y con cuanta avidez
hemos amado y deseado la vida.
Hemos sido gentes de vidas lentas y apaciguadas
a las cuales era difícil verlas volverse viejas
pero que hemos ido desvaneciéndonos poco a poco en el tiempo
para volvernos brumas y recuerdos de otra época
hasta que nos asimilo de forma inexorable el olvido
permaneciendo como suspendidos en la atmósfera
al margen del transcurrir del tiempo.
La vida entera estuvo constantemente pervertida
por el prisma de la pobreza de espíritu
actuando en solitario por el placer asociado a la clandestinidad
y pensando que en la concepción universal de los seres
cualquier suceso que le ocurra a uno
le puede ocurrir al mundo entero sin duda alguna.
Nos permanece el fósil de un pensamiento
que creíamos borrado por el paso de los años
y lo recordamos siempre a través de los cristales enrarecidos
de que nos fuimos nuestro camino marcado desde hacía muchos años
con la disposición irrevocable de no volver jamás
y en ese viaje que emprendimos empujados por no sabemos que
nos pareció más una prueba de nuestra propia sabiduría innata
que nos hizo sentir con el animo suficiente
para sobrevivir al olvido de lo que nunca debimos recordar.
En la cúspide del gozo de la vida sentía una revelación
que no podía creer, que incluso me negaba a admitir
y era que las ilusiones del corazón y del sentimiento
podían ser sustituidas por una pasión tan terrenal
que la idea de la propia sustitución me llevo por caminos imprevistos
para quedar todo cuanto uno fue y sintió
tapizado por el talento desperdiciado de una existencia dirigida.
Esa vida que nos enseña que nada de lo que se haga es inmoral
si ello contribuye a perpetuar el sentido de la buena moral
manejando los acontecimientos del mundo con tanta fluidez
que parecen flotar por encima de los escollos de la realidad
y es entonces cuando iniciamos los trayectos solitarios
con la rara sensación de estar descubriendo algo
que nuestros instintos sabían desde siempre
pero con dudas de conciencia que solo logramos superar
por pura y mera distracción de la fatalidad.
Hay una ambición de espíritu, tan real como intangible
que ninguna contrariedad de este mundo ni del otro lograría quebrantar
pero para ello hemos de descargar al corazón de tantas palabras
de amor como de odio, que nos quedan aún sin usar
y todo aquello que se nos atravesó en nuestro camino
debió sufrir las consecuencias de nuestra determinación arrasadora
capaz de cualquier cosa, aún detrás de una apariencia desvalida.
En el epílogo de la vida, solo entonces comprendemos, y no antes
que un hombre sabe cuando empieza a envejecer
porque empieza a parecerse a su padre, a pensar como el,
pero después de todo ya no podemos decir
si nuestra costumbre de amar y sentir por los demás
es una necesidad de la conciencia o un simple y banal vicio del cuerpo.
El olvido es la mejor prenda de discreción para actuar
en los atardeceres solitarios de la memoria exigua
que nos enseña lo único que nunca aprendimos de verdad:
que a la propia vida no le enseña ni engaña nadie
por lo que aveces es preciso demorar el recuerdo
para apaciguar el desgaste de los recuerdos no solicitados.
La vida por si sola se menoscaba en su propio abismo
con una explosión jubilosa de victoria total
que hace temblar al propio mundo expectante
apareciendo como una trampa de la felicidad
de la que es imposible disgregarse de forma alguna
descartando todo aquello que se conciba como indigno
aunque en ocasiones nos complacemos con el equívoco
porque también el equívoco nos protege de la estupidez.
Que mejor manera de afrontar esas ultimas horas
que navegar en la madurez esplendida de quien mantiene aun
las costumbres del manejo ético y beneficioso del olvido
para no ser víctima de un mismo destino que aquellos
que comparten el azar de un entusiasmo común
que jamas pensaron en poder alcanzar.

La irremediable espera


Todo llega a su fin. La existencia misma así nos lo confirma
incluso nos asustamos con la comprobación desoladora
de que tras muchos años de vida familiar y conyugal
no han hecho más que pastorear rencores no superados.
Cuando alcanzamos ese estado de madurez y sensatez apacibles
nos cuidamos de evocar tiempos pasados
porque las heridas que creíamos cicatrizadas
tan pronto se resentían y volvían a sangrar como si fueran del ayer.
Los amaneceres conyugales se apaciguan, tenemos malos sueños
y tomamos conciencia de que la muerte no es tan solo
una probabilidad permanente, como lo ha sido siempre
sino una realidad cada día más inmediata.
Tantas veces hemos sobrellevado las desgracias y contratiempos
con una sonrisa invencible aprendida más bien a la fuerza
para no darle gusto a la adversidad que nos acompañaba
y darnos cuenta que nuestros primeros olvidos
los consideramos como ilusiones efímeras de nuestra mente
que poco a poco, en un naufragio ineluctable
sentimos que vamos perdiendo el sentido de la justa interpretación
siendo conscientes de de ser los últimos protagonistas
de una vida ni tan siquiera propia en extinción.
Duele más la interrupción de nuestra vida
en el manantial de la historia de la que formamos parte
pero al menos poseemos la libertad de cada quien
para llorarlo como quisieramos
sin tener que rendirnos a la intransigencia del destino
aunque en ese tramo final ya uno está medio podrido de vida
y esa gentileza habitual y maneras lánguidas de ser
que cautivaban de inmediato a nuestros interlocutoras
también se tuvieron como virtudes, al menos sospechosas,
de estar convencido en la soledad del alma
de haber amado y querido tal vez´más que otros.
Muchos recuerdos hemos borrado de nuestra vida
y con algunos nos enfrentamos de nuevo por primera vez
a conciencia y depurados de todo sentimiento por el olvido
si bien antes fueron el origen de un cataclismo
que tanto tiempo después no había terminado.
Cuantas veces tuvimos un instinto de la vida
y una vocación de complicidad con todo aquello
ante lo que no advertimos ningún signo de interés o de repudio
pero en esa indiferencia había un resplandor distinto
que nos animaba a persistir en nuestras vivencias.
Cuantos han vendido amores de emergencia
comprados en situaciones repletas de indignidad
pero recordados de forma idealizada con la alquimia de la poesía,
a pesar de lo cual no lográbamos distinguirlos
de atardeceres desgarrados por la propia soledad,
compensados con amores de consolación pasajeros
a los que reprendíamos por la pasividad mostrada.
Cuantos han sufrido y han sido marcados sin remedio
por el estigma grabado a fuego de los extravíos juveniles
compartiendo la ansiedad reprimida de los demás
como si fueran propias, destinadas a mantener tal vez
las brasas vivas pero sin poner la mano al fuego
para ser incinerados por el propio devenir de las cosas.
La vida real del día a día nos obligaba a ocuparnos
cosas más terrenales que los dolores del corazón y el sentimiento
a sentir la propia vida de forma impersonal y deshumanizada
para dar cierta luz sobre el porvenir incierto pero presente
y ser consciente de que no hay ni fuerza ni razón en este mundo
que puedan torcernos de los propósitos firmemente establecidos.
Fuimos en el pasado fruto de la crítica de los demás
con una reputación no tan probada como difundida
("lo único peor que la mala salud es la mala fama")
pero no hay mayor gloria que vivir con la determinación ciega
de actuar acorde a nuestro propio código de existencia.
Regresamos en ocasiones de ese paseo diario de la imaginación
con la revelación urgente de que al día siguiente hemos de vivir
bien provistos pero mejor dispuestos de entereza de espíritu
por el puro deleite de probar los frutos insípidos del sentimiento ajeno
lo cual nos hacía sentirnos más felices y no encontramos mejor consuelo
para todas esas desdichas a las que sobrevivimos.
Descubrimos en nuestros gestos cotidianos la madurez prematura
de quien ve por primera vez la vida en su estado natural
haciendo un recorrido largo y minucioso, sin rumbo alguno
con demoras que no tienen otro motivo que el deleite sin prisa
de presenciar el espíritu de las cosas en su primitiva presencia.